Elogio de la lectura y la ficción
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano,
en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más
importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después
recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros
en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y
del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas
de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís
contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso
Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean
Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, se emocionaba leyendo a
Neruda Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una
larga paciencia
Quienes, como Liu Xiaobo, luchan por su libertad, luchan por la nuestra
Las experiencias peruanas siguen alimentándome como escritor
La emancipación de los indígenas es una asignatura pendiente, una vergüenza
La transición española ha sido una de las mejores historias modernas
Escribir se volvió una manera de protestar, de resistir, de rebelarme
La ficción despierta el espíritu crítico, es más que un entretenimiento
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al
alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura.
Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron
continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se
terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he
pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras
crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de
exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera
aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado
Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y
calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me
animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en
aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he
tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me
contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a
mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi
tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida
paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo
extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo
feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No
era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se
marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo
reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de
ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una
disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la
escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas.
Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que
el número y la ambición son tan importantes en una novela como la
destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras
son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo,
comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar
el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista
de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la
actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la
Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los
que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son
innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me
hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y
horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los
animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las
peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque
fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas
veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y
tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era
privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas
dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso
en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi
todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura
florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta
cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera
existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las
conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto
de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la
civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos
comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo
que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos
inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni
siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las
insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene,
dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal
como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de
la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones
para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener
cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos
menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea
vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un
tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la
literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad,
nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los
regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la
cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para
reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores
independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que
la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las
ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y
que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en
el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al
inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo
está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la
rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y
la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de
aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre
barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena
literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar,
sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias,
usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena
blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los
lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se
traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube
al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann
sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un
matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de
Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el
lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista
saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una
fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que
erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las
religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han
tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los
terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana
el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas,
corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias.
Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del
mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos
que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la
paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo
dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de
exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie
proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas
de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de
enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que
salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el
estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de
horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por
quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en
la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal,
que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo
político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el
respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la
alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida
feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa
y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola,
escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los
fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer
nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores
de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio
para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi
país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del
estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el
liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo
despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución
Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y
vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que
conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de
Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a
pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl
Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de
las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y
gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por
frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo
soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución
cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París
porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y
respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me
ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del
Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la
verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas
inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una
disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus
estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y
Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar
Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la
Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas
literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de
la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos
olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a
Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el
Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia,
la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de
ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos
años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a
Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo,
Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos
estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los
cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no
era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de
opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el
chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias
que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De
entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha
ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer.
Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a
secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas,
como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal
que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos
populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda
y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia,
República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la
legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el
poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa
corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin
de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací,
crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que
modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé,
odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve
y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni
me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron
de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la
última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que
penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo
he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de
Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de
los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los
sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer
mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el
Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara
nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y
pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos
acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto
coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal
absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de
heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y
crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las
generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las
dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los
medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es
lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo,
solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los
resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se
enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a
menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos
valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un
compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas
las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y
eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de
tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro
puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas
prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y
Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores
museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú,
Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna,
y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron
al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento,
Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los
Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su
reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la
heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú,
como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué
extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad
porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y
violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla,
pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y
crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos,
los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se
quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una
autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos
años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de
redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron
explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y,
en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda
claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una
responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue
siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola
excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como
al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le
tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta
tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas
desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin
editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo-
descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis
libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y
Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias
tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando
podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre
ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que
España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no
sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la
historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido
en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida
Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba
todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y,
sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles
de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a
parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros,
corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces
prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que
Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante
en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la
capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar
el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue
también la capital cultural de América Latina por la cantidad de
pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países
latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona,
porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista,
pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos
años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo
trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de
Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y
trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra
civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y
fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en
una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era
inminente y que en la España democrática la cultura sería la
protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la
transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las
mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la
sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos
aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan
prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición
española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la
prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades
tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su
adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo
entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una
experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos
desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo
moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto
toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión-
provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte
intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues
convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la
circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión,
el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la
historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del
Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que
América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas
contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar
armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No
hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro",
siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y
generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus
ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de
geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de
la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni
los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos,
sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y
los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde
estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí
una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis
abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y
añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los
arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su
andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el
sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie
ajeno" -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las
cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las
parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio
San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al
escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y
Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde
cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo,
aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la
polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a
mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que,
con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los
libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas
partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y
execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el
Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido
hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo,
enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son
las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de
sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis
amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre
las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa
de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es
Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la
que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las
manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida
se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran
nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y
alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los
problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a
raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las
citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que,
hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario,
para lo único que tú sirves es para escribir".
Volvamos a la
literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario
sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres
patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio
podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la
Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos,
sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa
tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me
celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el
nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y
estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de
marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba
antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme
recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba
vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía
once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí
la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue
leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era
exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y
volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega
a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de
ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de
protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir.
Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he
sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en
cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la
salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la
playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota
gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis,
de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto
como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su
incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna
experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un
fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar
convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es
una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir
con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando
con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo
como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción
en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer
quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que
nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar
a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan,
piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es
posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre
albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión,
es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan
plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y
meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la
novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran
injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que,
adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante,
de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me
precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta
hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que
novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la
narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a
la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo
cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el
recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los
últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para
refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y
sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro,
que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las
ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y
gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la
heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he
reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años,
me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a
actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y
hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida
escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la
fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer
bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana
Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica
experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una
representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a
entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos,
transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y
frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella
desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la
existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente
aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra
perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y
colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más
acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha
fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros
antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el
lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en
torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos,
gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue
el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres
primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la
civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos
llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu,
la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas
de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las
estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por
primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los
misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso,
debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus
siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas
comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que
empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por
los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la
supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se
volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel
confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos
deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la
curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su
entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació
la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y
alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay
que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas
generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un
ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu
crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga
existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano.
Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida
no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en
profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que
no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus
sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo
sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo
que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir
de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de
nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las
armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era
de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado
las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al
letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto
la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida
de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para
protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida
verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven
verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados
de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la
mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no
tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde,
como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la
literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la
rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a
disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la
violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por
fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando,
leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de
aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del
tiempo y de convertir en posible lo imposible.Via el Pais 8/12/2010
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