Muere Ana María Moix
Febrero de 1970. Ana María junto a Ester Tusquets y Ana María Matute. Foto Cesar Malet |
La
poeta, narradora y editora ha muerto a los 66 años. Hermana del escritor
Terenci Moix y la única chica entre los Nueve novísimos. Fue una de las
protagonistas de una época esplendorosa en Barcelona
Tenía 66 años y seguía siendo La Nena, a la que quería todo el mundo. Ana María Moix, poeta, narradora, editora, periodista, murió anoche en Barcelona, donde nació, después de una enfermedad que la golpeó varias veces. Y ya no pudo resarcirse del último embate. Padecía cáncer.
Escribió, en los años 70, en TeleXpres, las más agudas
conversaciones literarias que se recuerdan en el periodismo español y su
literatura poética e íntima siempre tuvo que ver con los estados de
ánimo de su generación. Su último libro de relatos, de 2002, fue De mi vida real nada sé. Sus libros primeros incluyen poesía y narrativa: Baladas al dulce Jim, Julia, Walter, ¿por qué te fuiste?, Vals Negro, además de la recopilación de las entrevistas que hizo a los representantes del boom y de la llamada gauche divine.
Fue la única mujer que reclutó Josep Maria Castellet, su antólogo y su maestro, para los muy famosos Nueve novísimos.
A pesar de que la vida la puso en medio de los grandes, poetas,
escritores, arquitectos, periodistas, ella se mantuvo siempre al margen,
como si mirara desde fuera el carnaval del mundo literario. No era
desdén: era el sitio que buscó.
En los últimos tiempos había acendrado su sentido crítico sobre la situación que vivían España y el mundo, y reflejo de ello fue su Manifiesto personal, un puñetazo moral en la mesa de un país que se había abandonado a los fastos de los 80 y de los 90 y había descuidado de manera suicida los valores de una sociedad que no merecía la dejadez civil.
Cuando publicó uno de sus últimos libros, los relatos De mi vida real nada sé, en 2002, Rafael Conte escribió aquí sobre el estado de ánimo de La Nena: “Ana María está triste, desde luego, y nos dice por qué: por el paso del tiempo, por la progresiva presencia de la muerte…”. Marcada ya por esa adivinación, superó con entereza los últimos años de su vida; rodeada de amistad y de amor, sus últimas preocupaciones tenían más que ver con la vida de otros (y, sobre todo, con la pervivencia de la obra de su hermano Terenci Moix) que con sus propias ambiciones literarias, que siempre mantuvo en sordina.
Le dije un día en Barcelona que por qué no reeditaba, por qué no se ocupaba más de lo que ya hizo. Me dijo: “Ya soy mayor para cambiar”. Le gustaba hablar de sus amigos, saber de ellos, y saber que les iba bien, le resultaba más importante que buscar papeles que reflejaran lo que otros dijeran de sus libros.
Durante años, en TeleXprés, publicó unas conversaciones por las que desfiló todo el mundo que en los años 70 hicieron de Barcelona la capital editorial del boom, así que por ahí desfilaron Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Julio Cortázar; también se llevó a ese rincón lujoso de su manera de mirar a los jóvenes que compartían con ella la coqueluche literaria de la ciudad. Sus libros se fueron haciendo como con la otra mano, pues ella estaba más pendiente de los otros nombres propios que de sí misma, de su carrera.
En los últimos tiempos su máxima en la vida era hacer que la gente se
enterara de una vez de la hondura y la pasión literarias de su hermano
Terenci, al que la soledad y la prisa habían arrinconado en el lado de
los escritores cuyo glamour importaba más que su letra. Ya
entonces, cuando marcó ese territorio como un objetivo, Ana Maria Moix
era una mujer con la carrera hecha, pero seguía siendo la Nena, una niña
que sollozaba por dentro y que fumaba ya a escondidas, marcada por la
enfermedad y sus circunstancias.
Sus libros estaban ahí, ella no se tenía muy en cuenta. De hecho, la última vez que la vida de lo que quería hablar era de la carrera del hijo de Rosa, su compañera, de Rosa, de la generosidad de la que se veía rodeada. En un momento de la conversación (que fue para EL PAÍS Semanal en 2013) anoté algo que me dijo sobre la gente que había conocido: “He tenido amigos que han durado años”. Ese era su tesoro, haber sido querida por tanta gente, haber querido, de veras, a tantos. Detrás de donde se sentaba, en su casa, había dos fotos de Colita, los rostros de Barral y de Gil de Biedma. “Esos son mis amigos. La amistad es una obra”, me dijo. Juan Cruz 28 FEB 2014 via El Pais
A pesar de que la vida la puso en medio de los
grandes, poetas, escritores, arquitectos, periodistas, ella se mantuvo
siempre al margen
En los últimos tiempos había acendrado su sentido crítico sobre la situación que vivían España y el mundo, y reflejo de ello fue su Manifiesto personal, un puñetazo moral en la mesa de un país que se había abandonado a los fastos de los 80 y de los 90 y había descuidado de manera suicida los valores de una sociedad que no merecía la dejadez civil.
Cuando publicó uno de sus últimos libros, los relatos De mi vida real nada sé, en 2002, Rafael Conte escribió aquí sobre el estado de ánimo de La Nena: “Ana María está triste, desde luego, y nos dice por qué: por el paso del tiempo, por la progresiva presencia de la muerte…”. Marcada ya por esa adivinación, superó con entereza los últimos años de su vida; rodeada de amistad y de amor, sus últimas preocupaciones tenían más que ver con la vida de otros (y, sobre todo, con la pervivencia de la obra de su hermano Terenci Moix) que con sus propias ambiciones literarias, que siempre mantuvo en sordina.
Le dije un día en Barcelona que por qué no reeditaba, por qué no se ocupaba más de lo que ya hizo. Me dijo: “Ya soy mayor para cambiar”. Le gustaba hablar de sus amigos, saber de ellos, y saber que les iba bien, le resultaba más importante que buscar papeles que reflejaran lo que otros dijeran de sus libros.
Los amigos de la Nena
La última vez que hablé con ella Ana María Moix habló de otros; ocurría siempre. Esta vez le llamaba para saber cómo estaba pasando el fin de año, cómo iba la vida. Ella se precipitó: el Mestre (así llamaba a Josep Maria Castellet) está muy enfermo, ya sabes. Para que la conversación no discurriera por los lados dramáticos que desde hacía raro tenía la vida, derivamos hacia el fútbol, que era su pasión declarada; el Barça iba mal, bien, regular, todos los días había un elemento nuevo en esa vertiginosa realidad barcelonista, pero ella confiaba. El Barça era un talismán, una medida de la calidad. Luego, en esa conversación, se fue por otros nombres propios. Qué sabes de Juan, de Carmen…Durante años, en TeleXprés, publicó unas conversaciones por las que desfiló todo el mundo que en los años 70 hicieron de Barcelona la capital editorial del boom, así que por ahí desfilaron Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Julio Cortázar; también se llevó a ese rincón lujoso de su manera de mirar a los jóvenes que compartían con ella la coqueluche literaria de la ciudad. Sus libros se fueron haciendo como con la otra mano, pues ella estaba más pendiente de los otros nombres propios que de sí misma, de su carrera.
En los últimos tiempos su máxima en la vida era
hacer que la gente se enterara de una vez de la hondura y la pasión
literarias de su hermano Terenci,
Sus libros estaban ahí, ella no se tenía muy en cuenta. De hecho, la última vez que la vida de lo que quería hablar era de la carrera del hijo de Rosa, su compañera, de Rosa, de la generosidad de la que se veía rodeada. En un momento de la conversación (que fue para EL PAÍS Semanal en 2013) anoté algo que me dijo sobre la gente que había conocido: “He tenido amigos que han durado años”. Ese era su tesoro, haber sido querida por tanta gente, haber querido, de veras, a tantos. Detrás de donde se sentaba, en su casa, había dos fotos de Colita, los rostros de Barral y de Gil de Biedma. “Esos son mis amigos. La amistad es una obra”, me dijo. Juan Cruz 28 FEB 2014 via El Pais
La tensión poética y narrativa
De los novísimos poetas antologados por Castellet en su celebérrima antología, me ha acompañado siempre la voz de Ana María Moix, que en 1968 publicara dos libros de poemas: Call me Stone y Baladas del Dulce Jim
-precedido por un memorable prólogo de Vázquez Montalbán, que lo
calificó de “ejercicio de libertad imaginativa y cultural que termina en
un precioso beso entre el Che Guevara y Gustavo Adolfo Bécquer”-, a los
que seguiría No time for flowers (1970). Eran
poemas anticolumnarios, como ella los llamaba, cuajados de imágenes
brillantes, que se nutrían de cine y canción, de imaginación y fantasía,
de sombras y ensueño, de literatura -"Moriré en París, como César, una
tarde de lluvia y aguacero”- y de ciudad: asfalto y mar con gaviotas
muertas de frío. Poemas que caminaban hacia la tensión narrativa del
poema en prosa o breves chispazos que se detenían tras el hallazgo de
una imagen: “Clavé mis uñas en los ojos de un pájaro, y allí estaba la
noche: inmensa, húmeda”.
De ese momento data la primera novela de AMM, Julia, la historia de formación o aprendizaje de una joven hasta sus veinte años, que incluye el análisis de los distintos espacios que atraviesa –escuela, familia, mundo exterior, universidad-, una novela intimista o interior, lírica en alguno de sus tramos, y a la par crónica –aguda, mechada de humor- estética y sentimental de una generación, junto con el testimonio de una época. No tardaría en aparecer el libro de relatos Ese chico pelirrojo a quien veo cada día, donde esa veta humorística y hasta irónica se acentúa, sin desatender “el miedo que sienten los adolescentes cuando cesan en su llanto por las noches y se inventan un amable desconocido”. Y, de haberlo permitido la censura franquista, también por esas mismas fechas habría visto la luz la segunda novela de Ana María Moix, Walter, ¡por qué te fuiste?, que no pudo aparecer hasta 1973, tras sufrir el manuscrito original algunas tachaduras.
Fue una irrupción deslumbrante y memorable la de aquella Nena que siempre supo que su “pie derecho descansaba sobre un mundo, y el izquierdo sobre otro”, dudando entre cuál elegir. Y así pasaba el tiempo, y Ana María Moix publicaba artículos y entrevistas en publicaciones destacadas, traducía a Beckett o Duras, nos descubría a diez jmujeres Extraviadas e ilustres o retrataba la barcelonesa gauche divine (o gauche caviar).
Reanudará su trayectoria literaria, ya anclada exclusivamente en la narración, con los relatos reunidos en Las virtudes peligrosas (1985), que nos devolvían a las sendas ya abiertas, mirando el pasado entre la melancolía y la crueldad, o iluminando las zozobras y los peligros de ciertas virtudes, en unos y otros.
En Vals negro (1994), Ana María Moix nos entregaba una inolvidable novela en la que conocíamos a Elizabeth de Baviera a través de la mirada de cinco personajes muy singulares y distintos entre sí, anulando así la edulcorada imagen de “Sissi” para revelar a la mujer de ideas republicanas, protectora de los húngaros en su lucha por la independencia del imperio, apasionada lectora de Heine, poeta ella misma también, además de deportista y viajera pertinaz; una mujer amante de la libertad, y tan enamorada del amor como salpicada de muerte.
En 2011, Ana María Moix nos entregaba Manifiesto personal, donde quiso reflejar por escrito su visión de “las preocupaciones, vicios morales particulares y públicos, males sociales y políticos, apatía y otras taras anímicas” que a su entender se han abatido sobre la sociedad civil española en los últimos años, y que han sembrado en la autora un torbellino de sentimientos y emociones lo suficientemente poderoso como para detenerse a meditar y redactar estas páginas, en las que a menudo se entrelazan la melancolía y la rabia. El paso del tiempo propiciaba cierto tinte melancólico que a ratos aflora en sus páginas, no por nostalgia endeble sino debido al abultado (y sobrecogedor) contrapunto óptico que ofrece el ayer del hoy.
Nacida y crecida en un popular barrio barcelonés repleto de problemas de toda índole, formada en el resistencialismo antifranquista, aliada siempre a las causas más nobles y justas –al servicio de las cuales ha puesto a menudo su pluma de periodista-, la autora sabía bien de lo que hablaba: a su inteligencia y lucidez, a sus convicciones, a su “posición” -que le permitía codearse y conversar con gentes notorias y bien situadas en distintas esferas sociales, incluido el mundo de la cultura-, se sumaba un estilo de vida y una naturaleza viva y curiosa que la llevaba a pisar las calles para charlar y escuchar: la quiosquera, una vecina recién enviudada, el dueño de un bar y sus asiduos o los clientes de las tiendas que frecuenta, más amigos y conocidos y próximos, son los interlocutores cuyas voces e ideas –y cuyo sentir- incorporaba Ana María Moix a su Manifiesto personal, que tantos podríamos suscribir. Ana Rodríguez Fischer Barcelona 1 MAR 2014 via El Pais
De ese momento data la primera novela de AMM, Julia, la historia de formación o aprendizaje de una joven hasta sus veinte años, que incluye el análisis de los distintos espacios que atraviesa –escuela, familia, mundo exterior, universidad-, una novela intimista o interior, lírica en alguno de sus tramos, y a la par crónica –aguda, mechada de humor- estética y sentimental de una generación, junto con el testimonio de una época. No tardaría en aparecer el libro de relatos Ese chico pelirrojo a quien veo cada día, donde esa veta humorística y hasta irónica se acentúa, sin desatender “el miedo que sienten los adolescentes cuando cesan en su llanto por las noches y se inventan un amable desconocido”. Y, de haberlo permitido la censura franquista, también por esas mismas fechas habría visto la luz la segunda novela de Ana María Moix, Walter, ¡por qué te fuiste?, que no pudo aparecer hasta 1973, tras sufrir el manuscrito original algunas tachaduras.
Fue una irrupción deslumbrante y memorable la de aquella Nena que siempre supo que su “pie derecho descansaba sobre un mundo, y el izquierdo sobre otro”, dudando entre cuál elegir. Y así pasaba el tiempo, y Ana María Moix publicaba artículos y entrevistas en publicaciones destacadas, traducía a Beckett o Duras, nos descubría a diez jmujeres Extraviadas e ilustres o retrataba la barcelonesa gauche divine (o gauche caviar).
Reanudará su trayectoria literaria, ya anclada exclusivamente en la narración, con los relatos reunidos en Las virtudes peligrosas (1985), que nos devolvían a las sendas ya abiertas, mirando el pasado entre la melancolía y la crueldad, o iluminando las zozobras y los peligros de ciertas virtudes, en unos y otros.
En Vals negro (1994), Ana María Moix nos entregaba una inolvidable novela en la que conocíamos a Elizabeth de Baviera a través de la mirada de cinco personajes muy singulares y distintos entre sí, anulando así la edulcorada imagen de “Sissi” para revelar a la mujer de ideas republicanas, protectora de los húngaros en su lucha por la independencia del imperio, apasionada lectora de Heine, poeta ella misma también, además de deportista y viajera pertinaz; una mujer amante de la libertad, y tan enamorada del amor como salpicada de muerte.
En 2011, Ana María Moix nos entregaba Manifiesto personal, donde quiso reflejar por escrito su visión de “las preocupaciones, vicios morales particulares y públicos, males sociales y políticos, apatía y otras taras anímicas” que a su entender se han abatido sobre la sociedad civil española en los últimos años, y que han sembrado en la autora un torbellino de sentimientos y emociones lo suficientemente poderoso como para detenerse a meditar y redactar estas páginas, en las que a menudo se entrelazan la melancolía y la rabia. El paso del tiempo propiciaba cierto tinte melancólico que a ratos aflora en sus páginas, no por nostalgia endeble sino debido al abultado (y sobrecogedor) contrapunto óptico que ofrece el ayer del hoy.
Nacida y crecida en un popular barrio barcelonés repleto de problemas de toda índole, formada en el resistencialismo antifranquista, aliada siempre a las causas más nobles y justas –al servicio de las cuales ha puesto a menudo su pluma de periodista-, la autora sabía bien de lo que hablaba: a su inteligencia y lucidez, a sus convicciones, a su “posición” -que le permitía codearse y conversar con gentes notorias y bien situadas en distintas esferas sociales, incluido el mundo de la cultura-, se sumaba un estilo de vida y una naturaleza viva y curiosa que la llevaba a pisar las calles para charlar y escuchar: la quiosquera, una vecina recién enviudada, el dueño de un bar y sus asiduos o los clientes de las tiendas que frecuenta, más amigos y conocidos y próximos, son los interlocutores cuyas voces e ideas –y cuyo sentir- incorporaba Ana María Moix a su Manifiesto personal, que tantos podríamos suscribir. Ana Rodríguez Fischer Barcelona 1 MAR 2014 via El Pais
C´est une grande perte! En Espagne nous perdons les droits, la liberté et les grands artistes!
RépondreSupprimerc´est une mausaise étape sombre!
A galopar A galopar Hasta.....
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